De todo lo que me gusta de mi país adoptado, una de las cosas que más me atrae es la gastronomía, o mejor dicho; la cultura a la hora de comer; la cultura de poder tomarse dos horas para almorzar, de acompañarlo con una botella de vino, de picar unos pinchitos elaborados con ingredientes frescos; de compartir unas raciones de boquerones en vinagre, queso curado y huevos rotos con unos amigos, mientras te pones al día con el cotilleo de la semana.
Parte de lo que me gusta de esta cultura a la hora de comer es la confianza en sus ingredientes. Muy poca comida española es más complicada que 'Freír en aceite. Servir'. Por lo tanto, su sencillez requiere que sea el queso de buena calidad, los chipirones recién fritos y los espárragos de temporada. La española es una gastronomía de simplicidad, en la que los ingredientes se dejan cantar solos.
Sin embargo, es en este mismo punto en el que la comida de este país está fallando; la calidad de los ingredientes que siempre se ha dado por sentado ya no siempre alcanza las mismas cotas que antes. Tras el crecimiento de los supermercados y el desarrollo de una cultura basada en la búsqueda de lo barato a la hora de comer, los platos sencillos empiezan a perder su encanto.
Y uno de los ejemplos que más me importa a mí y que más me frustra es el del jamón. Un alimento tan típico de España, con una connexión tan fuerte con la tierra, es un mundillo en sí. De razas diferentes, más curado o menos, de regiones tan distintas, de la pata, de la paletilla… el jamón es un laberinto de encanto. Y este mundillo se hace más ancho aún si incluímos el salchichón, con sus miles de variedades según la receta de cada pueblo; o el chorizo, con sus trocitos de grasa y su color rojo pimentón.
Jambalaya with Shrimp and Sausage
Hace 1 semana